Ser interno en el INBA: «No vemos tele. No la extraño. Soy más de conversar, en la noche sobre todo»

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La casa de Rodrigo Castillo (18) queda, como dice él, «pa’ arriba» de la ciudad de El Monte. Para llegar hay que subir un cerro llamado Paico Alto desde el camino a Melipilla y entrar por un camino hasta el área de las parcelas. Ahí vive su familia entera, que se ha dedicado a la agricultura desde hace generaciones. Para llegar desde ahí hasta el Internado Nacional Barros Arana (INBA) y cruzar los 60 km de distancia todos los lunes, se levanta a las 5:00 am, viaja 2 horas en bus y micro.

Llega al edificio amarillo al fondo del establecimiento, donde viven 80 internos más. Entra a las 8:00 a clases, sale a las 16:00 y después vuelve a su casa, «su segunda casa», como dice cuando habla del internado. «Uno puede pensar que venir al INBA es igual que vivir cualquier otro tipo de relación con la gente, pero no. Uno hace una familia», dice con una sonrisa cuando piensa en cómo describir lo que siente al vivir cinco días de la semana en el mismo lugar donde va al colegio.

Habla del INBA como un adolescente hablaría de su equipo de fútbol favorito, o del club al que pertenece desde que nació. La analogía, nace por su sentimiento. «Siento un amor muy grande por el colegio. He vivido cuatro años acá. Es tiempo que no se puede dejar ir así nomás, aunque la vida sea muy larga», explica Rodrigo. El INBA, según cuenta, ha marcado su vida desde el primer día, cuando llegó con una maleta para instalarse en su primera pieza para empezar 7°mo básico.

Rodrigo tenía 15 años. Hasta el año anterior, estudiaba en un colegio de El Monte, un poco más cerca de su casa. El cambio se dio porque su tía recomendó que entrara a un liceo emblemático. Le explicaron a Rodrigo lo que eso significaba y él aceptó. «Me ofrecieron postular al Instituto Nacional y al INBA, pero preferí el internado, porque no es fácil para un cabro de 15 años andas viajando todos los días esa distancia, no era bueno».

Cuando llegó el primer día, recuerda que le asignaron una cama, se acostó y se durmió. «Otros lloraban porque extrañaban, obviamente no es fácil dejar tu casa, pero yo pensaba que dependía de mi adaptarme o no», cuenta. Dice que el nunca ha sido muy sentimental, pero sí de apoyar a sus amigos. «Ahora somos como hermanos, si uno se siente mal yo siempre trato de apoyarlos. Le compro una chaparrita para pasar las penas».

La rutina de un interno en el INBA

Así empezó su vida en el INBA hace cuatro años. Hoy, en 4°to medio, se sienta al lado del mismo amigo con el que lo sentaron ese primer día en 7°mo básico. En las piezas ha sido distinto. «Sí, he visto a harta gente ir y venir siempre, pero es lo de menos. Los mismos cabros que veo en las piezas los veo desde 1°ero medio. Entre ellos tengo uno con el que he estado desde 1°ero, después en 2°do medio, cuando nos cambiaron de pieza, conocí a los otros», cuenta.

La vida en el internado parte a las 16:00. Rodrigo cuenta que lo que más hacen, es conversar. Salen poco, a veces a comer algo al centro comercial y volver. «Normalmente estamos de vuelta a las 18:00, después ya no es fácil salir», dice. Por lo mismo, lo que más les gusta hacer es pedir pizza en la noche y conversar. Otros juegan al computador, otros en el celular, pero él, conversa hasta el final. «No tenemos tele. No la extraño. Soy más de conversar yo, en la noche sobre todo. Mis amigos… Algunos me aguantan (se ríe), pero también me conversan».

Conversar es lo que le ha permitido hacer amistades únicas. «Me han marcado mucho y siempre han sido muy buenos conmigo. Son buenas personas. Uno puede pensar que venir a un internado es igual que cualquier otra relación, pero no. Uno hace una familia, almuerzas, te bañas, duermes, todo», repite. Conversar también, le ha abierto el mundo. «Para conversar acá hay que aprender a respetar la opinión del otro al mismo tiempo en que das la tuya. Uno tiene que darse la oportunidad de conocer a otra persona también, más allá de lo que uno pueda criticar».

Dejar el segundo hogar

Lo conversador viene de familia. En Paico Alto, Rodrigo vive en una parcela donde están sus bisabuelos, sus abuelos, su mamá, su papá, sus dos hermanos, sus tías, sus tíos y sus primos. Todos viven ahí. La familia se dedica a la agricultura, en particular, a la recolección y exportación de cerezas.

Desde hace tres años, Rodrigo se queda allá una semana en noviembre para trabajar en el negocio. «Yo soy administrador, administro a la gente, reviso las cajas y reto a la gente para que corte bien los ramos de cerezas. Llevo desde chico haciendo el trabajo. Lo hago bien. El año pasado, salieron cerezas de calibre 24, y si salían menor que ese calibre, las devolvían y nos íbamos a pérdida. Por eso hay que estar muy atentos. Limpiar las cajas y que no estén chupadas las cerezas», describe.

Pero este año es distinto. Rodrigo está preparándose para la PAES (de hecho, hace preuniversitario los viernes y los sábados en El Monte). Eso significa que pronto, va a tener que dejar el INBA.

«Me da pena, mucha pena. Ya me estoy mentalizando para hacer el trayecto todos los días», dice. Va a tener que volver a vivir a su «primera casa» y hacer el trayecto a la universidad todos los días. Pero eso no le preocupa tanto como el hecho de no ver todos los días a sus amigos. «Son lo más importante que me ha dado el INBA. De hecho, con mis amigos estamos viendo estudiar todos en la USACH. Algunos quieren biología, otros química… Yo quiero Ingeniería Civil en Geomensura», cuenta.

La carrera se enfoca en el diseño y construcción de suelos. «Como los que hacen las carreteras», explica. Rodrigo se imagina una vida en la ciudad para su futuro. «El INBA me ha abierto mucho la mente, me ha abierto muchas puertas. He conocido muchas realidades», concluye.

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